Aventuras de una pescadora en tierra: Mis compañeros de viaje

Foto: Adobe Spark

Cuando el pescador no puede salir al mar, utiliza su tiempo reparando las redes” 


Mi aventura de pescadora en tierra, de ciudadana del mundo en cuarentena por pandemia, inició con tres compañeros de viaje.

Este viaje me puso a pensar en Colón, quien convivió durante 72 días en la nave Santa María con 38 compañeros, todos juntos, aislados en el mar, en su pequeña y viajera isla de madera. Lo lograron, con algunos conatos de motines en el camino, pero sobre todo, con cooperación y un gran sueño compartido.

Un compañero de viaje en aislamiento no es cualquier acompañante, ese ser se transforma en espejo, en fuente (o desagüe), en alimento (o veneno), en soporte (u obstáculo), en aliado (o enemigo). El desafío es lograr que sea, y seamos para él, los mejores compañeros de viaje en esta travesía en tierra con destino y duración aún desconocidos. El desafío es habitar el espacio común en armonía, mutando este  espacio en los necesarios espacios individuales para regresar de nuevo al espacio compartido, en una danza fluida y pendular de polaridades entre el YO y el NOSOTROS.

Yo tengo tres compañeros de viaje: mi única hija de 26 años, mi pareja de 67 años y mi traviesa gata Maddie de un año. Por arte de magia, de instinto o de inteligencia emocional y adultez, el viaje con ellos está siendo todo lo hermoso que pueden ser cuatro flores de loto juntas que se atreven a florecer en medio del pantano oscuro del miedo.

Hemos hecho equipo con roles para la co-construcción del devenir cotidiano: el equipo de cocina, de limpieza, de aprovisionamiento, de basura. Maddie, por supuesto, en el equipo de entretenimiento y juego. Juntos o individualmente, vamos aportando con compromiso las acciones para transitar esta aventura en tierra, con el objetivo de disfrutar del viaje lo más posible, de fortalecer aun más los vínculos que nos unen, de reparar nuestras redes del alma y de la pesca. Tenemos, como Colón y sus acompañantes, un gran sueño compartido: sobrevivir y descubrir un Nuevo Mundo de posibilidades de convivencia amable con la tierra, con los otros y con nosotros mismos.

Aquí en tierra aflora lo mejor de nuestra naturaleza humana: el amor como pegamento y lubricante, y el instinto gregario y de cooperación flexible que nos ha permitido, según el filósofo Yuval Noah Harari en su Libro “Sapiens: Una Breve Historia de la Humanidad”, ser la especie que ha tenido más éxito en el planeta en términos de sobrevivencia y adaptación.

Mi pregunta cada día al despertar es ¿cómo puedo ser hoy la mejor compañera de viaje en esta inédita travesía?

El queso guayanés u otra forma de resistencia





Desde que el humano descubrió que podía tomarse también la leche de las vacas, cabras, búfalas y otras mamíferas cuadrúpedas con quienes comparte el planeta, no se conformó con el líquido blanco, efluente de las ubres asaltadas, sino que inventó – a partir de éste- versiones espesas como el queso, el yogurt, la nata, natilla, crema, toda una fascinación creativa a partir del blanco proteico, detestado por unos, adorado por otros.

Cada país tiene sus quesos autóctonos, son como su huella digital láctea y quesera. El delicioso espectro va desde quesos madurados durante meses y años, duros, arenosos, amarillos con el espectro del color mostaza, hasta quesos frescos, húmedos, blanquísimos como la nieve en los picos de Los Andes.

En mi país, Venezuela, país tropical, los quesos autóctonos son únicos (claro, si no, no serían autóctonos) y tiran hacia los frescos, unos más duros, menos duros, más blandos, menos blandos, con huecos, sin huecos, más salados, menos salados… pero hay uno, uno en especial, mi preferido,  con el que acabo de tener una experiencia gastronómica y existencial pico.

Como todos los lunes en la mañana, fui a la plaza de mi barrio a comprar las frutas y verduras que atraviesan por tierra, desde Los Andes, medio país para ser encontradas por mí tan cerca de mi casa. En esa misma plaza, desde hace muy poco, algunos lunes, unos jóvenes emprendedores arman con esmero e higiene un pequeño puesto con variados quesos nacionales frescos, cremas y natas, a muy buen precio. Allí compré un buen pedazo del protagonista de esta historia: el queso guayanés.

Al llegar a mi casa, antes de guardarlo en la nevera, aun a temperatura ambiente, con su agüita blanquecina donde ese queso es feliz, tomé un cuchillo y corté el primer pedazo de tres: mi fascinación comenzó con el brillo fresco de su superficie, con su conformación insólita en delgadas y sutiles capitas como de 1 mm de espesor que se dejaban seccionar e incluso separar, con su humedad suave; saboreé y tragué -con la conciencia más aguda del instante-  los pedazos chorreantes y laminados de aquel queso, hecho no sé por qué artesano de los quesos venezolanos, un anónimo que sabe lo que hace y lo hace muy bien, un anónimo que hace posible una experiencia así en una cocina cualquiera de Caracas.

Fue un momento de inmenso placer de los sentidos, de gratitud y orgullo, de pronto recordé que hace dos años el quesero venezolano Dietrich Truchsess había ganado un premio en un importante concurso anual en Nueva Zelanda con un queso muy parecido al guayanés, pero muchos más delgado, llamado telita. Esa fue la primera vez que tuve conciencia de la grandeza blanca de mis quesos venezolanos.

Definitivamente, la luz y la blancura de obras gastronómicas como mi anónimo queso guayanés y todo lo que ha tenido que pasar en el universo desde que la leche de ese queso fue ordeñada hasta que llegó a mi paladar,  aporta destellos que agujerean con éxito, al menos en mi vida, el negro profundo de la noche totalitaria. La resistencia tiene mil formas y sabores.

Mi alcoba blanca en Alepo

Foto: Joseph Eid AFP 
Este es Mohammad Mohiedine Anis de 70 años, captado para siempre en un solaz e íntimo  momento de regreso a su casa en Alepo, ciudad siria arrasada por la guerra. Ya no vive allí, pero regresa de tanto en tanto llevado por sus pies con memoria, se sienta en la que fuera su cama, enciende su tocadiscos intacto y su pipa fiel, y se deja inundar por el placer de las notas de la canción “Hekaya” (historia) y por las bocanadas aromáticas de su pipa.

En ese momento, no existe para él más que la música, el aroma, y el placer y la certeza de estar vivo,  aun en medio de la destrucción, el caos y  la muerte.

Esta foto viral y su historia las conocí gracias a un querido amigo que las colocó en uno de mis chats de WhatsApp, con una grabación de una locutora de radio que hacía referencia a la misma en su programa. Desde que la vi, primero en la pantallita de mi smartphone, luego más grande en mi PC, quedé impactada, atrapada;  pasaron los días y me descubría con inquietud  rememorando la imagen que  venía a mi cabeza una y otra vez como olas de mar que llegan y se van, hasta que finalmente arrojó a mi playa una botella con su mensaje y respuesta dirigidos especialmente para mí:

Nunca he estado en Siria, ni en un país destruido por la guerra, pero descubrí que la Siria y la guerra presentes de manera tácita en esa imagen de AFP estaban en mí, que yo también estaba en ella.

Cada vez que veo la foto, la habitación destruida se transforma en el país que habito: escombros por doquier, soledades del exilio sobrepoblando el espacio más allá de la ventana; el anciano soy yo, con mi necesidad institiva de estar en ese lugar luminoso a pesar de los destrozos; de estar allí, en la alcoba, sobre ese lecho lleno de recuerdos donde otrora reinaba la vida; el tocadiscos y su música es todo aquello que me llega desde afuera y me nutre el alma, me hace danzar, crear, sentir, amar; la pipa que aspiro con serenidad es todo aquello que inhalo e incorporo en mi organismo, que hago mío con placer, para bien o para mal de mis pulmones, en medio de tentadores deleites aromáticos.

En la  foto de ese instante eternizado yo, como Mohamad, miro, escucho  y sostengo sólo la fuente de mis placeres, lo que me ata a una vida que merece ser vivida; en medio de los escombros emerge una belleza indómita que me abraza y no me deja ir. La luz del sol entra por la ventana a raudales e ilumina por igual lo bello y lo feo, lo entero y lo roto: y yo solo miro el tocadiscos que me regala esa canción que tanto amo.

A diferencia de Mohamad, yo no me he ido de esa casa, no necesito regresar de tanto en tanto como él… sigo allí, por alguna razón inexplicable, juego a la certeza de que ninguna bomba podrá destruir mi tocadiscos ni mi pipa, y que los escombros serán, más temprano que tarde, fascinantes invitaciones a re-construir, a hacer de nuevo, a llenar de vida y placeres esa alcoba blanca que supo cuidar la música y el humo que me mantuvieron viva y aun sonriendo durante tanto tiempo en medio de la guerra.

Allí permaneceré, meditativa y presente en mi alcoba  herida, soñando con la reconstrucción, mientras las bombas no destruyan la fuente de mi música ni desaparezca de las estanterías la dulce picadura de mi pipa.

Vipassana: Armando mi rompecabezas



Vipassana es una de las técnicas de meditación más antiguas, orientada al logro de la felicidad y a la liberación del sufrimiento a través del manejo enfocado y ecuánime de la mente en las sensaciones del cuerpo, en el marco de un esquema no sectario,  ni religioso, con preceptos universales de amor, compasión, armonía, cuidado de la vida. Fue desarrollada por Budha hace 25 siglos y entregada al mundo de generación en generación, enseñada por maestros que tuvieron el cuidado de mantener su pureza.

En 1969, S.N  Goenka,  birmano de ascendencia hindú, luego de aprender la técnica y hacerse maestro, sintió el llamado de encontrar un esquema en el que mucha gente en todo el mundo pudiera aprenderla también para su inmenso beneficio, fue a la India y allí desarrolló el concepto del curso gratuito de 10 días dictado en los centros Vipassana, en lugares apartados de las ciudades,  en muchos países, financiado por donaciones voluntarias de estudiantes antiguos.

Hace solo 5 años tuve conocimiento de la existencia de esta insólita posibilidad, que implica sumergirse durante 10 días con un grupo de personas, sin ningún tipo de contacto con el mundo exterior (ni celulares, PC´s, TV´s, tablets, etc. nada que distraiga de ese monumental viaje interior), en silencio total durante todos esos días y con una agenda diaria intensa de horas de meditación en las que día a día los participantes vamos avanzando en el aprendizaje e incorporación de la técnica.

Desde entonces había soñado con vivir esa relevante experiencia, en torno a la cual siempre  se escuchaban  inquietantes historias de  gente que no lo logra, que abandona los primeros días, dado su alto nivel de exigencia; pero no lo había podido hacer porque estaba sola en Venezuela a cargo de mis dos padres ancianos y me parecía muy riesgoso dejarlos 10 días sin poder comunicarse conmigo en caso de alguna necesidad o emergencia.

Dicen que cuando el alumno está listo, aparece el maestro (y el momento)… y así fue: mis padres ancianos murieron y el universo conspiró flagrantemente para que al fin pudiera aventurarme en esa gran interrogante de crecimiento y evolución llamada Vipassana.

Escribo estas líneas a escasos dos días de mi regreso; necesitaba un tiempo para digerir esa vivencia tan marcadora, sobre la que quiero compartir algunas experiencias sobre un par de temas que inquietan a muchos.

Sobre el noble silencio:  Amigos y conocidos se espantan cuando saben que Vipassana requiere lo que Budha llama “el Noble Silencio”, algunos me decían:  ¿qué?? ¿10 días sin hablar con nadie? ¡yo me volvería loco! Afortunadamente, nunca le temí al silencio: desde niña solía buscarlo como alimento para la reflexión y creación. Vipassana me regaló un banquete de silencio que me permitió escuchar con agudeza sonidos fascinantes como el aire al entrar y salir de mis pulmones llenos de vida, el sonido del roce de los distintos tejidos de las ropas en movimiento, el canto diferente de cada especie de pájaro en las distintas horas del día, el concierto de grillos al anochecer, el zumbido profundo del vuelo de un colibrí, el alboroto del viento entre los frondosos y enormes árboles de la selva tropical, las gotas diminutas y sutiles, o grandes y fuertes de la lluvia sobre la tierra y las piedras, el viaje dulce del río montaña abajo… Sin duda, el silencio fue el mejor aliado de la meditación, de la concentración y del foco. Imposible realizar el profundo viaje interior de Vipassana sin la compañía de este noble compañero.

Sobre el aislamiento:   ¿Se imaginan pasar 10 días sin ponerle la mano encima al Smartphone, o a cualquier dispositivo de tecnología de información y comunicación? ¿sin WhatsApp? ¿sin Facebook? ¿sin Google? ¿sin Instagram? ¿sin leer un libro o alguna información que nos regala la red? ¿se imaginan no saber nada de la familia, del país, del mundo? ¿se imaginan? Este es otro tema aterrador para mucha gente. Esto sí que fue más complicado… en las horas de descanso me preguntaba por mi gente querida, por los acontecimientos en mi país, Venezuela, en uno de los momentos más críticos de su historia contemporánea. Decidí confiar… confiar en que si sucedía algo malo a mi familia, lo sabría, lo sentiría de cualquier manera, decidí dejar que el mundo allá afuera siguiera girando sin mí en mis predios habituales. No soy indispensable y eso fue una excelente reconfirmación. Constaté también que, al igual que el silencio, el aislamiento y la desconexión son vitales si queremos sumergirnos profundamente en el viaje de aprendizaje de Vipassana.

En mi largo itinerario de vida por el agnosticismo, por la psicoterapia Gestalt, por la Biodanza, he ido armando un fascinante rompecabezas que responde a mis preguntas fundamentales y existenciales como: ¿qué implica ser un ser espiritual teniendo una experiencia humana? ¿y un ser humano teniendo una experiencia espiritual? ¿cuál es el camino para la liberación del sufrimiento (no del dolor inherente a la vida misma)? ¿cómo vivir para alcanzar (y compartir) más felicidad?

Vipassana resultó ser una pieza importantísima en ese rompecabezas. 

No fue nada fácil llegar hasta el final. Siempre supe que podría hacerlo, pero la experiencia fue una de las más retadoras de  mi vida, mucho más difícil de lo que pensé.


Agradezco hoy a Budha por su inmenso y generoso  aporte, a todos lo que transmitieron esta joya de generación en generación por 2.500 años, a todos los que hicieron posible que yo hoy, a mis 57 años, haya recibido con tanto amor y dedicación todo este conocimiento que enriquece inmensamente mi arte de vivir.

Aquí y ahora

Aquí y ahora